No es un cuento, pero esta historia bien podría comenzar así: había una vez un pueblo en la serranía turolense donde hace 70-80 años crecía la trufa silvestre en terreno desordenado. Algunos recogían aquella «patata negra» sin saber bien para qué servía y la enterraban en brandy o aceite de oliva en el hogar. Luego condimentaban algunos platos. Otros la desechaban. Cuando algunos turistas franceses llegaron hace cuatro décadas al diminuto municipio y regañaron a los agricultores por ningunear aquel oro negro que yacía bajo sus pies, los «primeros locos» se aventuraron en cultivar plantaciones enteras de carrascas (árbol en cuyas raíces crece la trufa) y aguardar sus frutos.
El pueblo se llama Sarrión, tiene 1.133 habitantes censados y este fin de semana acogerá 20.000 visitantes en la mayor feria de la trufa del mundo. En sus mercadillos se disfrutará del queso de oveja bañado en trufa, los bombones de trufa y el huevo trufado, todo a precios que oscilan entre los 200 y los 600 euros por kilo de manjar. Enclavado entre Sagunto y Teruel, en plena comarca del Gúdar-Javalambre, la llegada a Sarrión se tiñe de carrasca. Donde antes solo había cereal y almendros, hubo muchos agricultores que replantaron. En los primeros diez años, el árbol de la carrasca, que ahora venden los viveros de Sarrión a ocho euros cada uno, no darán rédito. Así que la inversión inicial, entre el terreno y las plantaciones, puede rondar de 20.000 a 100.000 euros. «Este trabajo requiere inversión y paciencia», resume Julio Perales, presidente de la Federación Española de Asociaciones de Truficultores.
No todo el mundo se atreve a dejarlo todo y lanzarse al sector trufero; muchos vecinos de Sarrión y pueblos de alrededor han heredado unas cuantas carrascas, por lo que deciden mantener sus puestos de trabajo y compaginarlos con el ingreso adicional que dan las trufas. «Tengo una amiga enfermera en Teruel que los fines de semana recoge trufas, para consumo propio, o para venderlas y sacarse unas pelas», cuenta Estefanía Doñate. Ella tiene 27 años, es egresada en Turismo y «heredó» los árboles de su padre. Siempre tuvo claro que, pese a estudiar en Valencia, volvería a la tierra que la vio nacer. Y tenía un «anclaje» fácil: las carrascas.
«Te garantiza calidad de vida en el pueblo y estar con tu familia. Además, pienso que es devolver lo que hicieron nuestros parientes, mi abuelo y mi padre, que lucharon mientras les decían que estaban mal de la cabeza» por reconvertir la agricultura tradicional en un modelo importado de municipios de la profunda Italia. Ahora, la empresa donde trabaja Doñate como responsable de Ventas, Manjares de la Tierra, exporta al país transalpino grandes cantidades de trufa; muy demandada también en Francia y Estados Unidos. «Estamos pensando en dar el salto a Sudamérica, pero todavía se tiene miedo a la trufa. Hay que perdérselo. Se puede cocinar con cualquier cosa y no es cara, porque hablamos de echar 2 gramos por plato», añade Estefanía.
Éxodo rural
Este pueblo condenado a la despoblación y al éxodo rural, como tantos otros en esta provincia desolada, azotada por el frío cierzo y una densa niebla, encontró el secreto del éxito bajo tierra. Estefanía es buena prueba de ello. Ha hecho de la trufa su modo de vida. Nos guía de la mano de su pareja, Marius, en búsqueda del tesoro. Ese que ha podido fijar a tres generaciones de recolectores en Sarrión, y que, si todo sigue como hasta ahora, permitirá que muchos más niños crezcan y se queden en su localidad. El colegio tiene 120 criaturas, algo casi épico en esta zona.
Marius manda a Pita, una perrita pancho navarro bien adiestrada, a olisquear la trufa bajo la carrasca. Pita es una peonza jugando en derredor de los árboles de una vasta plantación, regada por un sistema a goteo y a microaspersión. Cuando huele la trufa madura (aunque ésta no es la mejor temporada, porque la madurez plena se alcanza de enero a marzo), el can rasca la tierra y detrás acude el dueño con un machete con el que intenta extraer la bola negra de trufa sin despedazarla. Pita recibe su recompensa y Marius llena el macuto, al tiempo que abona las carrascas de un sustrato milagroso. Ese es su alimento. Pero el enemigo anda cerca. El jabalí, las plagas de gusanos, tremendas heladas y la mano del hombre, que entra a robar a las plantaciones, se pueden llevar el trabajo de tantas horas de poda, aleccionamiento de los perros (normalmente cazadores, pero se ven hasta labradores) y la recogida, comenta Perales, también presidente de la Asociación de Truficultores de Teruel. El hijo de Julio es otro de los jóvenes que ha logrado quedarse en el pueblo gracias al negocio trufero. «No tenéis muchas opciones los jóvenes de aquí –lamenta Perales–. La trufa en Sarrión sí es rentable».
La trufa, motor económico
Si todo va bien, hay gente haciéndose casas de un millón de euros en un diminuto enclave eminentemente agrícola y ahora envuelto en carrascas, allá por donde mires, resuelve un vecino entrado en años que no se dedica a la truficultura. Al menos no directamente, pero indirectamente han emergido en torno al sector negocios y empresas que dan trabajo a decenas de personas en Sarrión. Hay cinco viveros que venden los árboles; hay plantas truferas; empresas de transformación; otra empresa familiar, Doñate Trufas, por ejemplo, es la comercial mayorista donde el agricultor pesa lo recolectado y luego lo vende; o Manjares de laTierra, que limpia, sanea el producto y elabora decenas de productos artesanales con ella. En total, Teruel, con Sarrión como punta de lanza, se ha convertido en el mayor exportador nacional del diamante negro demandando en los fogones. Según datos de la Cámara de Comercio de Teruel, de las 10.000 hectáreas que hay en España dedicadas al hongo más apreciado, el tuber melanosporum, 6.000 están en esta provincia. Por ello, sus productores quieren situarla al nivel del apreciado jamón de Teruel.
En los últimos años, aquellos locos que se cansaron de padecer de sol a sol y se volcaron con un cultivo relativamente nuevo en el país han transformado la fisonomía del pueblo y su poder turístico. También la restauración. Resalta el regidor local, Jorge Redón, que «solo hay un hotel, otro en camino, y alguna casa rural; deben emerger servicios para atender a los cientos de personas que vienen» seducidos por el intensísimo aroma de la trufa. No hay recodo en Sarrión que no huela a ella.
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